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Caballero; Roberto

Caso Amia.

"Después de trabajar durante tres años para escribir la biografía del policía de mayor rango detenido por la voladura de la AMIA, ya sentía náuseas: era una historia donde nada era lo que parecía ser.
Los supuestos culpables de la versión oficial eran policías, que admitían ser ladrones pero no terroristas.
Los supuestos investigadores tenían más negocios sucios que los detenidos.
El juez había comprado testimonios con plata del Estado en vez de garantizar el debido proceso.
Había espías que se hacían pasar por empleados judiciales, prófugos refugiados en la casa de un comisario y periodistas detrás de una recompensa.
Los espías nacionales son únicos. A diferencia de los ingleses, los rusos o los alemanes, que pueden alardear de actuaciones brillantes, hasta heroicas, los argentinos no tienen un promedio aceptable: son grotescos o trágicos.
Pero confirmar que uno fue víctima de espías a sueldo del Estado produce algo más que escalofríos.
¿Cuántas veces besé a mis hijos y salí de mi casa ignorando que estaba siendo vigilado?
¿Cuántas veces pude haber tropezado con mi perseguidor confundiéndolo con un vecino inofensivo?
¿Le habré dicho “buen día” mientras el tipo anotaba, por ejemplo, cuál era el mejor momento para introducirse a mis espaldas a mi propia casa?
¿Cuántas veces me burlé del mito instalado en todas las redacciones periodísticas que dice que la SIDE escucha nuestros teléfonos todo el tiempo?
Debo confesar que algo sospechaba. Trabajando en La Prensa, en 1996, tuve la sensación de que una “colega”, llamada Sandra Lorenzo, que “trabajaba” en la sección Servicios (las casualidades no existen) se ocupaba demasiado de mis notas y mis fuentes. Un día después de ponerla en evidencia ante Jorge Manssur, director del diario, esa chica jamás volvió a pisar la redacción. Ni siquiera renunció. Se fue, sin más. Se esfumó."

Fuente: Una trama sin inocentes, salvo los 85 muertos y sus familiares
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